DÁMARIS, LA PROVINCIANA
José Álvarez Alonso
Dámaris, una linda niña de 12 abriles, originaria de Huancayo, se suicidó en Lima colgándose de una viga de su casa porque no soportó la angustia que le producían la discriminación, el desprecio y las constantes burlas de sus compañeras de clase en un colegio de barrio Limeño; se dice que la insultaban de “paisana, provinciana y chola”. Hasta los profesores se burlaban de ella por sus bajas calificaciones, algo normal para una alumna recién llegada de un colegio de provincias. No es la primera (esta misma semana otro niño sufrió el mismo destino en Lima), ni será la última víctima de la discriminación y el maltrato de los compañeros, lamentablemente.
Algo está enfermo, huele mal, muy mal, en una sociedad y en un sistema educativo que producen niños capaces de forzar con su maltrato sicológico a otros niños a quitarse la vida. ¿Qué trastrocamiento de valores es ese?
Soy provinciano, tuve el privilegio de nacer y crecer en un pueblo de la montaña de menos de 400 habitantes, donde disfruté de una infancia feliz; pasé mis tardes infantiles jugando en los campos, en contacto con la naturaleza e interactuando con la sencilla gente campesina, lejos del ajetreo de la ciudad, del tránsito, de las calles contaminadas y de las malas influencias urbanas. Más tarde tuve que estudiar la secundaria en una gran ciudad, pero nunca me sentí ni marginado ni despreciado por mis compañeros citadinos. ¿Por qué? No lo sé, pero lo sospecho: se trataba de un colegio católico, agustiniano para más señas, donde nos enseñaron, antes de a sacar una raíz cuadrada, a respetar a nuestros compañeros, a valorar a las personas por lo que son y no por lo que tienen o lo que parecen. La mayoría de mis profesores quizás no eran luminarias académicas, pero eran personas ejemplares, y modelos de comportamiento para los jóvenes en formación. Hasta ahora guardo gratísimos recuerdos y admiración por muchos de ellos.
Uno se pregunta qué pasó con la escuela, ese lugar donde se supone que no sólo se debe enseñar conocimientos sino transmitir actitudes y valores. Hace unos 15 años fueron descubiertas las llamadas ‘neuronas espejo’, que se activan en nuestro cerebro al observar acciones, emociones y sentimientos en los demás para sentirlos como propios (el llamado “efecto espejo”). Ya hace mucho sabíamos que los niños tienen a imitar lo que ven en padres y profesores antes que seguir lo que enseñan. Viendo a nuestro alrededor qué modelos de comportamiento tienen los niños en sus casas y en sus colegios, no nos debe extrañar que terminen produciendo “monstruitos” como los que condujeron al suicidio a Dámaris y a otros niños. Víctimas de unos niños -como hace unos meses el hijo de unos conspicuos miembros de la farándula limeña- que desprecian e insultan a los “serranos” y a los “cholos”, imitando sin duda lo que han observado muchas veces en sus parientes y profesores.
El cristianismo fue la primera religión que, siguiendo las enseñanzas de Jesús, predicó la igualdad integral entre todos los hombres como “hijos de Dios”, y el amor fraterno como principal mandamiento, sin distingos de razas, origen, estatus social o cultura. “Bienaventurados los pobres, los mansos, los que lloran, los que sufren, los perseguidos…” es un mensaje revolucionario que remeció los cimientos del poderoso y clasista imperio romano, atrayendo en pocos siglos a los millones de desposeídos del mundo. Fue un mensaje revolucionario para sociedades esencialmente desiguales, mil ochocientos años antes de que surgiese el concepto de igualdad ante la ley y de la proclamación de los Derechos del Hombre. Aún la sociedad griega, considerada la primera democracia formal del Planeta, fue intrínsecamente desigual: sólo podían votar los hombres libres y propietarios, y los esclavos no tenían derecho prácticamente a nada.
“Soy insustituible”, había escrito Dámaris en una tarjeta con su foto que su madre llorosa mostró a la prensa, quizás una tarea de su colegio. Insustituible es cada persona para su familia, ciertamente, y para Dios, quizás, pero no parece que para una sociedad que nos enseña a valorar a la gente por lo que tienen y no por lo que son, que ensalza el éxito, la competitividad y el triunfo sobre todas las cosas, que discrimina a las personas por su raza, por su origen, por el color de su piel, por su cultura, por su apariencia, por su opción sexual, por su edad, y no por sus valores como persona. Una sociedad formalmente cristiana, pero cada vez más huérfana de las enseñanzas de Jesús, y más devota del culto al dinero, al triunfo personal, a los falsos dioses del deporte, del cine, de la canción, de los negocios y otros míseros héroes de barro.